domingo, 13 de septiembre de 2015

La historia que dio vida, la vida que dio historias.

La identidad que conservan los residentes que vieron nacer al Mercado República.

El recuerdo del mejor mercado, acaso el único mercado. En el lejano año de 1926, una inundación arrasó con las casas que ocupaban el espacio donde actualmente se encuentra el Mercado República.
Ocho años después, con el paso del tiempo y de ciertas decisiones, una colonia con sus costumbres, espacios, dinámicas e historia, se convirtió en un barrio.
Hacia el año 34 llegó el nuevo mercado, que ahora es tradicional y parte de la historia.
El Barrio de Santiago busca todavía su identidad. En los años 60, con los inicios del trazo del bulevar López Mateos, no sólo la modernidad llegó a León, sino una división particular que determinaba quiénes estaban del lado del río y quiénes cruzaban ese bulevar, casi una carretera, para llegar al otro lado, al Barrio de SanJuan de Dios, o al lejano mercado de La Soledad.
José Trinidad, Don Trino, llegó de Jalisco en el año 31 del siglo pasado. Nació en el 26. Vivió su historia al mismo tiempo que la historia del mercado; aquella lejana inundación está en su memoria como recuerdo familiar. Lo que sus ojos atestiguaron fue la edificación del Mercado República, su mercado, su fuente de vida.
Recuerda la inundación, la edificación y el incendio, ese que por poco y termina con la vida de un mercado que comenzaba a ser de la gente, en torno al cual se comenzaban a tejer relaciones, modos de vida y un trozo de historia.
Don Trino hace poesía pero él prefiere llamarles pensamientos. Le agradece a Dios la posibilidad de concebirlos y dictarlos para que sus hijos los escriban.
Su vida ha transcurrido de inicio a fin en las calles que circundan el Mercado República, su patrimonio es fruto de su trabajo de décadas como carnicero y locatario del mismo.
Él, como sus compañeros de colonia y trabajo, recuerdan con alegría y algo de nostalgia los años en que floreció sin igual la vida social y económica de un mercado que no sólo daba vida sino sentido: la llegada de los visitantes “lejanos” que “bajaban del cerro” a conocer; la competencia, también lejana con el gran mercado de La Soledad… y todo aquello que puso en riesgo "eso" que les daba un motivo en el día a día.
 Doña Angélica también lo recuerda, de noche, mientras limpia los insumos con que prepara la comida que vende aún en el interior del mercado, confiesa:
“Mira, antes era más bonito, ¿por qué? Porque antes, estaba el Cine Isabel.
Antes había allí luchas; no había todavía calles cortadas como están ahorita; eran calles, calles, calles. Aquí, donde estaba el cine, atravesabas y estaba un sitio, una farmacia…”
Y mueve la mano en el espacio como dibujando una ola, recordando quizá más cosas que sólo las calles.
El Cine Isabel fue un punto importante, más que un sitio, por su relevancia artística. A su lado, la Arena Isabel fue pisada por El Santo. En la misma calle, la Artes, alguna vez entrenó el equipo León, y así entre historia e historia los recuerdos se multiplican.
La sensación de identidad como Barrio, en Santiago, es fuerte. A pesar de que es pequeño, su fuerza de identidad es inversamente proporcional: poco importa que a penas a algunas cuadras un río lo parta, y que del otro lado, un gran bulevar lo separe definitivamente con la concurrida Zona Centro; tampoco importa que más allá del río, San Francisco y San Juan tengan además de su propio mercado y su iglesia, su propio jardín.
Al Barrio de Santiago le sobran historias y anécdotas, recuerdos y cronistas aún vivos, que esperan en los umbrales de sus negocios o de sus casas antiguas, ser escuchados.
Don Luis es otro de ellos.
Atiende un puesto de uniformes. Afuera, como si fuera una broma, dice “Uniformes.”
“La gente se confunde, dice riendo, a veces no leen bien y piensan que dice ‘Informes’, entonces llegan y me preguntan cosas”.
Él se aventaba, al estilo clavadista desde el Puente Barón o sobre lo que ahora es la parte alta del Malecón del Río, hacia el Río de los Gómez. Tiene fotos de cómo lucía lo que él y algunos otros llaman “El bordo”, antes de ser embovedado.
En el río se podía nadar; era incluso la diversión por excelencia, además del fútbol, de quienes vivieron y crecieron en Santiago.
El Mercado, afirma, fue durante mucho tiempo el mejor de todo León.
“…y poco a poco con el transcurso de los años, empezó a hacerse de muchos borrachos, rateros, asaltantes, vende-drogas. En la actualidad es un mercado que de aquellas quinientas personas que podían venir a comprar, si vienen cien gentes al día es mucho, porque tienen miedo de que los asalten, todos los flojos, huevones, mantenidos, que asisten adentro del mercado…”, recuerda.
Como muestra de que su decepción no es en vano, describe cómo en su juventud tuvo el valor de enfrentar el fuego que amenazaba con echar abajo lo que ya era motivo de orgullo para todos sus vecinos.
Al momento del incendio, afirma le tocó “apagar el fuego que se metía a la casa de mi tía; los techos eran de madera. Abrimos llaves de agua y un amigo mío me ayudó a apagar, para que el fuego no entrara hacia adentro de la sala, del pasillo, de un negocio que tenían ahí en la calle; el fuego duró toda la noche eran como cuatro, cinco de la mañana cuando lo terminaron...”
Eso es apropiarse de un sitio y dejarse apropiar por el mismo, arriesgando la vida sin miedo, y así es vivir la decepción, de ver caer de otra forma lo que le dio sentido a la vida, cuando todo era distinto, cuando todo era mejor.
Trino, Angélica, Luis, aún sienten, viven, huelen y caminan a su modo las calles que los vieron crecer, el mercado que les dio de comer.
Para ellos, todo antes era mejor. Para todos, el mercado es y ha sido el único; ya se dijo, sin importar qué otra cosa influya, sí, la vida era mejor, está en los recuerdos y en las historias que se cuentan.
Para ellos, aquellos años, “todo tiempo pasado fue mejor.” Para todos.

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