sábado, 3 de octubre de 2015

Una cicatriz que aún no sana

Foto: CNN México

La masacre de Tlatelolco (masacre, sin eufemismos) tuvo una gran antesala, incontables actores, destacados protagonistas, reproducciones (Guerrero 2014, por ejemplo) y ecos, muchos ecos.

Cuarenta y siete años después, es un lugar común decir que la herida sigue abierta. Es cierto que las condiciones pudieron ser similares: un contexto complicado, de alerta, focos rojos, incertidumbre, y particularmente en 1968, lo que enmarcaba en buena medida el conflicto, era el abanderamiento de México como anfitrión olímpico. Diez días después de la matanza se inauguraron los juegos olímpicos, situación descrita brevemente por René Mauriè, en aquel entonces reportero de La Depeche de Midi, cuyo comentario, recogido por Proceso (2013) señala: “A veces la guerra civil parecía inminente… y en la Villa Olímpica, todo mundo feliz”.

Foto: Cultura Colectiva
Los gobiernos de México, es decir, sus gobernantes, sus posturas, tendencias, ideas, acciones, siempre han sido inestables, inciertos. La incertidumbre se apodera del país a lo largo de seis años y se renueva al concluir uno y comenzar el siguiente. Como cambiar la cinta de un casete reponiéndola por una igualmente endeble, barrida, casi rota y estridente.

El gobierno de Díaz Ordaz, como muchos, fue un gobierno de extrema cercanía con el Ejército; Echeverría se quedó con la receta y repitió la dosis.

Matar estudiantes es una vieja práctica gubernamental, así como reprimir médicos, ferrocarrileros, mineros, electricistas, maestros y artistas.

La prolongada antesala del movimiento estudiantil del 68 daba la impresión de no tener fin, o en caso de tenerlo, daba la impresión de que no llegaría pronto.

Los ejemplos de otros países alentaron las motivaciones revolucionarias de los jóvenes mexicanos y latinoamericanos, y asustaron a sus gobiernos.

Reprimir con el ejército un mitin pacífico no fue otra cosa sino muestra de miedo y desinformación abrumadora.

La CIA, en sus injerencias muchas veces infantiles y desacertadas, mantenía cierto control sobre los gobernantes mexicanos, quienes  a su vez se valieron de él para lograr el respaldo estadounidense ante el creciente conflicto estudiantil.

Litempo 2 y Litempo 8 eran nombres secretos de nómina, asignados por la CIA a nada más y nada menos que a Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría, presidente de la república y secretario de gobernación respectivamente.

Winston Scott  era el encargado de mover los hilos y convencer a sus secuaces que todo ese movimiento no era más que influencia externa, comunista, de Cuba y China “para desestabilizar a México y crear un conflicto más, en el marco de la Guerra Fría”.

A un gobierno, como casi siempre, no le basta con su propia maldad. Siempre habrá alguien capaz de cometer los mismos crímenes por los mismos motivos y hacia los mismos objetivos.

Asesinar estudiantes era un sacrificio válido, menor; los juegos olímpicos estaban en puerta y seguro, segurísimo, pasados los días se olvidarían los hechos.

Sí, cierto periodista se limitó a informar la misma noche del 2 de octubre que había sido un día soleado; comenzaba el servilismo para cerrar la herida a como diera lugar, u hacer olvidar la sangre y los gritos, la masacre.

Pero es que han pasado 47 años y aún no se habla de olvido en un país que de hecho lo único que hace es sangrar.



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