Foto: CNN México |
La masacre de Tlatelolco
(masacre, sin eufemismos) tuvo una gran antesala, incontables actores,
destacados protagonistas, reproducciones (Guerrero 2014, por ejemplo) y ecos,
muchos ecos.
Cuarenta y siete años después,
es un lugar común decir que la herida sigue abierta. Es cierto que las
condiciones pudieron ser similares: un contexto complicado, de alerta, focos
rojos, incertidumbre, y particularmente en 1968, lo que enmarcaba en buena medida
el conflicto, era el abanderamiento de México como anfitrión olímpico. Diez
días después de la matanza se inauguraron los juegos olímpicos, situación
descrita brevemente por René Mauriè, en aquel entonces reportero de La Depeche
de Midi, cuyo comentario, recogido por Proceso (2013) señala: “A veces la
guerra civil parecía inminente… y en la Villa Olímpica, todo mundo feliz”.
Foto: Cultura Colectiva |
El gobierno de Díaz Ordaz,
como muchos, fue un gobierno de extrema cercanía con el Ejército; Echeverría se
quedó con la receta y repitió la dosis.
Matar estudiantes es una vieja
práctica gubernamental, así como reprimir médicos, ferrocarrileros, mineros,
electricistas, maestros y artistas.
La prolongada antesala del
movimiento estudiantil del 68 daba la impresión de no tener fin, o en caso de
tenerlo, daba la impresión de que no llegaría pronto.
Los ejemplos de otros países
alentaron las motivaciones revolucionarias de los jóvenes mexicanos y
latinoamericanos, y asustaron a sus gobiernos.
Reprimir con el ejército un
mitin pacífico no fue otra cosa sino muestra de miedo y desinformación
abrumadora.
La CIA, en sus injerencias
muchas veces infantiles y desacertadas, mantenía cierto control sobre los
gobernantes mexicanos, quienes a su vez
se valieron de él para lograr el respaldo estadounidense ante el creciente
conflicto estudiantil.
Litempo 2 y Litempo 8 eran
nombres secretos de nómina, asignados por la CIA a nada más y nada menos que a
Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría, presidente de la república y secretario
de gobernación respectivamente.
Winston Scott era el encargado de mover los hilos y
convencer a sus secuaces que todo ese movimiento no era más que influencia
externa, comunista, de Cuba y China “para desestabilizar a México y crear un
conflicto más, en el marco de la Guerra Fría”.
A un gobierno, como casi
siempre, no le basta con su propia maldad. Siempre habrá alguien capaz de
cometer los mismos crímenes por los mismos motivos y hacia los mismos
objetivos.
Asesinar estudiantes era un
sacrificio válido, menor; los juegos olímpicos estaban en puerta y seguro,
segurísimo, pasados los días se olvidarían los hechos.
Sí, cierto periodista se
limitó a informar la misma noche del 2 de octubre que había sido un día
soleado; comenzaba el servilismo para cerrar la herida a como diera lugar, u
hacer olvidar la sangre y los gritos, la masacre.
Pero es que han pasado 47 años
y aún no se habla de olvido en un país que de hecho lo único que hace es
sangrar.
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